Copi-pega de aquí sobre un tema de actualidad que parece pasar demasiado desapercibido para el peso que tendrá en la historia de la humanidad.
Si empezamos a comportarnos
como adultos y no como niños tontos de baba, reconoceremos que un trapo
de algodón en la cara (que es lo que lleva gran parte de la población a
modo de mascarilla) no puede evitar el contagio de un virus. Sentido
común: ningún virus (ni el más grande) va a quedar atrapado en el filtro
de una malla de tejido. ¿Para qué llevamos mascarillas? Buena pregunta.
¿Para protegernos de un virus? No me hagas reír, conspiranoico. ¿Para
pagar un buen dinerillo a quienes las fabrican? En parte, pero seamos
justos: la mayoría de los barbijos usados son de fabricación casera.
¿Para que el Estado recaude algunas perrillas, en el caso de España un
21%? Tampoco resulta desdeñable, sin duda, pero no es la verdadera
función. Entonces, ¿Para qué llevamos mascarillas? Si quieres llegar a
la finalidad de algo, primero pregúntate por la causa. ¿Por qué llevamos
mascarillas? Esta pregunta tiene fácil respuesta: porque es
obligatorio.
Es su obligatoriedad
la causa estricta de que llevemos mascarilla. Si te vas a una zona
rural sin control del Estado, ni fiscales ni agentes sanitarios… no
verás mascarillas. Así de sencillo: llevamos mascarillas porque son
obligatorias. Y aunque estos meapilas globalistas se crean muy listillos
con su Nuevo Orden Mundial, lo cierto es que No hay nada nuevo bajo el sol,
todo ya está inventado, y obligar a tapar la cara no resulta novedoso
en absoluto. De hecho, se hizo varias veces en la Historia reciente.
Veamos algunos de esos casos.
En
la época imperial española y portuguesa, a través del comercio de seres
humanos, apareció la figura del esclavo bozal. En el Siglo XVI y XVII
este esclavo se diferenciaba del esclavo ladino en que se encontraba
completamente desarraigado, desprovisto de cualquier manifestación de su
propia cultura, analfabeto, impedido de expresarse. La cualidad humana
del esclavo bozal se rebajaba al nivel de las bestias de carga, y era
para eso que eran usados en las explotaciones auríferas de las Indias
portuguesas. Cuando los negros bozales trabajaban en la mina, eran
obligados a usar la Máscara de Flandres, una placa de
metal que se ponía en la boca con la finalidad de diferenciar a los
esclavos de los libres, delimitar las clases sociales dentro de la mina,
y deshumanizar al negro. Esta medida se impuso hasta bien entrado el
siglo XIX. De nuevo, la justificación oficial por parte del poder era el
bien y la salud del esclavo. El señor esclavista argumentaba que la
Máscara de Flandres era obligatoria para evitar que el trabajador
comiera tierra que le produjese una infección gástrica. Otros
esclavistas declaraban que con la Máscara de Flandres se evitaba que el
esclavo bebiese aguardiente y se emborrachara en su jornada de trabajo. Y
otros negreros decían que con la Máscara de Frandres evitaban que el
esclavo bozal se tragase alguna pepita de oro con la ilusa esperanza de
poder cagarla y venderla después. Lo cierto es que no importaban los
absurdos pretextos de los negreros judeo-portugueses (los equivalentes
en la época a los Ministros de Salud y Trabajo), pues todo el mundo
sabía que esa máscara era para diferenciar a los esclavos de los libres,
someter la voluntad de los primeros, y deshumanizarlos para poder
optimizar su explotación. Si la cara es el espejo del alma, tapar la cara significa, si no desalmar, al menos obligar a mostrarse como desalmado.
Máscara de Flandres, grabado del S.XIX, Rio de Janeiro
La
misma técnica se usó aún más recientemente en una reducida parte del
mundo islámico: obligar a tapar la cara. Lo cierto es que no hay ningún
pasaje del Corán que obligue a ocultar el rostro de las mujeres. Ni como
obligación ni como recomendación: ninguna sura habla de ello. Y esto es
así porque el origen del burqa en verdad no es islámico
sino masónico. El surgimiento del burqa se dio en un periodo del emirato
afgano relativamente modernizante, bajo el mandato de Habibullah Khan,
un obediente esbirro del Imperio Británico e iniciado en la logia Lodge Concordia, Nro 3102,
que fue útilmente asesinado por espías de sus amos al final de la
Primera Guerra Mundial. Ese es el contexto del Burqa, el cual, de nuevo,
se impone bajo pretexto de la protección, la salud y el bien de quien
lo lleva: para protegerse de la arena del desierto, para protegerse del
sol, para evitar agresiones de estupradores… Ninguna de esas funciones
era la que los tarados talibanes estaban pensando para decretarlo como
obligatorio en Afganistán en 1996. No una recomendación sanitaria, no un
consejo médico, sino una obligatoriedad impuesta por el poder político.
Exactamente igual que nuestras mascarillas.
De
los casos brasileño y afgano, se extrae el denominador común divisor de
esta múltiple locura global de las mascarillas de la Covid-19. Tapar el
rostro es útil para el poder. Tres funciones comunes en los tres casos:
1)
Diferenciar a los esclavos (ciudadanos obligados a llevar mascarilla)
de la élite que decreta su obligatoriedad y está exenta de su uso
(señores esclavistas en el caso brasileño; políticos, periodistas,
funcionarios de la ONU que no llevan mascarilla en el caso actual)
2)
Manipular el comportamiento del esclavo a favor de los intereses del
poder político. De esta manera, obligar a tapar el rostro resulta una
potentísima técnica de ingeniería social. Reduce la conversación y la
interacción, impacta en la forma de relacionarse con semejantes, la
comunicación, el comportamiento sexual, los protocolos de educación y
cortesía… toda la vida social se ve alterada.
3)
Deshumanizar al esclavo con el fin de facilitar su sometimiento, que en
última instancia será justificado con la protección o la salud del
sometido. “Es por tu bien, anda, no te resistas.”
Resulta que esta mamarrachada del New World Order tiene muy poquito de 'new'.
Todo esto es más viejo que el tebeo. ¿Para qué llevamos mascarillas?
Para no contagiarnos los unos a los otros de coronavirus. Claro que sí,
chaval.
Fuentes:
Jaime Pinsky, A Escravidão no Brasil, 2009
Willem Vogelsang, The Afghans, 2001